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lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Qué tienen en común el movimiento de Pablo Iglesias y el ‘Tea Party’?

El líder de Podemos, Pablo Iglesias, en una conferencia de prensa en Madrid, mayo de 2014. Gerard Julien/AFP/Getty Images
El líder de Podemos, Pablo Iglesias, en una conferencia de prensa en Madrid, mayo de 2014.


Precisamente porque tienen muy pocas cosas parecidas y se encuentran en polos opuestos del espectro político, resulta curioso e intrigante que puedan compartir seis rasgos esenciales. 


El tsunami progresista que ha dado a luz al partido político Podemos y el movimiento conservador que ha vivido su última reencarnación en el Tea Party se beneficiaron de un líder militante y minoritario que convirtió una determinada conciencia social en maquinaria política, supieron transformar en éxito histórico y punto de inflexión unas elecciones que nunca ganaron, se vieron impulsados por una impresionante red de jóvenes indignados con lo que percibían como el pensamiento único y bipartidista, emplearon las bases de datos, las redes y el crowdfunding para vertebrar sus movimientos, impusieron cambios y giros claves en la política y la estructura de otros partidos y, por último, corren el mismo peligro de que la fortaleza de sus convicciones degenere en una sensación de superioridad moral que les impida pactar acuerdos de mínimos con otras formaciones políticas. No son pocos paralelismos. Vamos por partes.



Un líder militante y necesariamente minoritario. Barry Goldwater, senador republicano por Arizona, fue capaz de transformar las 1.000 corrientes del movimiento conservador en un poderoso magma que aprendió a manifestarse unido. El Tea Party es sólo la penúltima fórmula que ha adoptado el movimiento que fundó Goldwater para marcar la agenda de los suyos, tomar el poder y condicionar las decisiones de sus rivales demócratas.  Al igual que Pablo Iglesias en las elecciones al Parlamento Europeo y en las generales del año próximo, este legendario senador se presentó por su partido como un candidato absolutamente minoritario en los comicios presidenciales de 1964.Sabía que iba a perder, es decir, que de ninguna manera podría ganar frente a Lyndon B. Johnson, pero comprendió que incluso la derrota electoral suponía sembrar una semilla fundamental de cambio y la introducción en el debate público de asuntos que una especie de pensamiento único y bipartidista había condenado al silencio y el ostracismo durante años. En el caso de Iglesias hablamos de modelos más próximos al progresismo de algunos países latinoamericanos y en el de Goldwater se trata de defender el Estado mínimo frente a la expansión del Estado del bienestar y los subsidios acumulados desde el New Deal. Al padre de Podemos no lo han llamado más veces “antisistema” de lo que se lo llamaron al abuelo del Tea Party.


Cuando el éxito político es mucho más que ganar unas elecciones. Hasta la fecha ningún sondeo ni proyección de voto dan a Pablo Iglesias como ganador de unas hipotéticas elecciones generales en 2015, de las que no saldría a hombros por la puerta grande ni con el apoyo de Alberto Garzón, su probable aliado al frente de Izquierda Unida. La altura de sus promesas, que pasan por reformar hasta el modelo del Estado, multiplicará probablemente la sensación de pérdida y animará a los medios de comunicación a dar por amortizado un movimiento que, según ellos, no es capaz de convertirse en el motor de una gran revolución. Los indignados progresistas vivieron algo parecido cuando sus protestas no fueron capaces ni de alterar significativamente los sufragios autonómicos y locales de mayo de 2011 ni de impedir la mayoría absoluta del Partido Popular en noviembre.


Todo eso es también lo que le ocurrió más o menos a Barry Goldwater en 1964. El mismo día que se anunciaron los resultados, las grandes cabeceras, televisiones y radios coincidieron en dar por muerto y enterrado al movimiento conservador. En realidad, había sucedido lo contrario: por fin, la inmensa mayoría de las corrientes de los conservadores (la liberal, la religiosa, la anticomunista, etcétera) habían cabalgado sobre la misma montura y sería esta unidad más la incorporación tardía de los neocon (animados principalmente por Irving Kristol y Norman Podhoretz) la que propulsaría a Ronald Reagan a la codiciada Casa Blanca sólo 17 años después. El líder de Podemos ya está ganando una batalla histórica: la de unificar a las familias más progresistas bajo la enseña de un mismo estandarte tras décadas de disputas, peleas y profundos divorcios muchas veces provocados por cuestiones puramente personalistas o de un grano ideológico tan fino que resulta irrelevante al votante español medio.


Los jóvenes conservadores se indignan tanto como los progresistas. El uno de septiembre de 1960 y aprovechando los últimos retazos del verano, docenas de jóvenes acamparon (con invitación previa) en el jardín de la casa del estelar líder de opinión conservador William F. Buckley en el diminuto pueblecito de Sharon (Connecticut). Allí, tras largos días de asambleas y discusiones, los jóvenes que provenían de ramas anti-izquierdistas casi incompatibles (desde la derecha más religiosa hasta los liberales que reservaban su fe para la perfección del mercado) decidieron formar una sola asociación llamada Young Americans for Freedom (YAF) y aprobaron un manifiesto que representa con claridad aquel consenso. Esta asociación, que descentralizaría en parte sus actividades en los campus universitarios, demostró su capacidad de convocatoria llenando el viejo Madison Square Garden de Nueva York (el actual abrió sus puertas en 1968) con hasta 18.000 personas. También a golpe de protesta forzaron la maquinaria del Partido Republicano hasta imponer a su candidato, Barry Goldwater, por encima de la voluntad del todopoderoso Nelson Rockefeller. No pudieron hacer lo mismo en 1968 con Ronald Reagan, el desencanto los llevó a atreverse a fundar su propio partido (Libertarian Party) tres años después y lograron, finalmente, que su ya veterano candidato y vieja estrella de westerns se presentase y batiese a Jimmy Carter en 1980.


Aunque las diferencias con los indignados, especialmente las ideológicas y de contexto histórico, son abundantes, merece la pena recordar que éstos también hicieron su acampada, que de ella nació un manifiesto (común) algo tardío, en noviembre, con ideas concretas, que las movilizaciones posteriores a la ocupación de la Puerta del Sol han sido más numerosas y estaban mejor organizadas que las anteriores y que, hasta la fecha, la fuerza de estos colectivos parece imponer el liderazgo de Alberto Garzón en Izquierda Unida y ha condicionado indudablemente,primero, la dimisión de Alfredo Pérez Rubalcaba, segundo, la elección de un nuevo líder mediante primarias, y tercero, la emergencia de un nuevo secretario general más próximo a las sensibilidades progresistas (algo que se ha plasmado, por ejemplo, en su decisión de votar en contra de la candidatura de Jean-Claude Juncker como presidente de la Comisión Europea).Quizá lo más importante de todo ello es que sin esta unidad previa de los jóvenes progresistas bajo una misma bandera, hubiera resultado casi imposible que la izquierda social se hubiera convertido en izquierda política hasta el punto de crear el escenario de Podemos, la reinvención de IU y el surgimiento del Guayem encabezado por Ada Colau.



Las redes, las bases de datos y el ‘crowdfunding’ también son del siglo XX. Puede parecer contraintuitivo que Barry Goldwater convirtiese en un espectacular vestido de boda los 1.000 jirones del movimiento conservador americano gracias a una carrera por la Casa Blanca que integró formidablemente elementos como las redes sociales o la economía colaborativa. Las redes sociales de entonces eran la conexión directa mediante teléfono y correo ordinario de todas las asociaciones y simpatizantes de la causa conservadora que existían por todo el país y que apenas se conocían entre sí. Las direcciones, teléfonos y datos personales se depositaron en un archivo que se ha empleado hasta hoy para organizar movilizaciones desde las bases, compartir información relevante, canalizar donaciones hacia proyectos de alto voltaje ideológico que serían imposibles sin ellas y poner en pie enormes eventos de masas.


Esa red de contactos por correo postal y teléfono, que Goldwater amplió considerablemente, permitió un increíble ejercicio de crowdfunding y crowdsourcing. Un millón de estadounidenses financiaron la campaña con pequeños donativos, algo que volvió mucho más autónomo al candidato frente a los grupos de interés, grandes empresas y sindicatos que solían liderar los patrocinios de campañas como las de J.F. Kennedy o Eisenhower. En cuanto al crowdsourcing, entendido en este caso como la aportación libre e individual de un trabajo o una habilidad a un proyecto en el que se cree, hay que decir que cerca de cuatro millones de personas participaron voluntariamente en algún momento de la campaña de Goldwater, que estas cifras no tenían precedentes y que hasta entonces lo común había sido que la mayoría de los colaboradores fuesen empleados más o menos afines al candidato o partido que los contrataba temporalmente.


A estas alturas se conoce bien que una parte de la candidatura de Podemos a las elecciones al Parlamento Europeo se pagó con cargo al crowdfunding que las aportaciones voluntarias de trabajo y a veces de materiales por parte de sus simpatizantes fueron fundamentales a la hora de que la iniciativa pudiera recorrer diversas capitales españolas y apostar por un márketing digital agresivo y muy eficaz. Del mismo modo, parece claro que el notable esfuerzo que han realizado en las redes sociales está dirigido a mejorar la coordinación entre los círculos enclavados en la propia formación política y los millones de simpatizantes que caminarán a su lado cuando se sientan especialmente identificados con alguna de sus actividades.


El suelo y las alfombras del poder se mueven. El éxito de Podemos, como lo fue en su día el del movimiento que encumbró a Goldwater, no se mide tanto en votos como en el golpe de timón que impuso a los partidos mayoritarios y en la enorme aportación de temas y propuestas que nunca se habían situado en el centro del debate público. A pesar de su brutal derrota en 1964, el tsunami conservador condicionó desde entonces todas las nominaciones de los tickets republicanos a la Casa Blanca (es el caso de candidatos presidenciales como Ronald Reagan o de números dos como Sarah Palin o Paul Ryan) y entorpeció y neutralizó algunas de las iniciativas que sus oponentes demócratas pilotaban desde el 1600 de la Avenida de Pensilvania (como la reforma sanitaria de Barack Obama o la de Hillary Clinton).


La enorme fuerza de arrastre que ha propulsado a Pablo Iglesias en las elecciones al Parlamento Europeo no sólo, como decíamos más arriba, ha arrinconado a Cayo Lara como líder de Izquierda Unida o ha influido en la caída y sustitución del secretario general del PSOE, sino que también ha contribuido a poner contra las cuerdas, diluir y bloquear en ocasiones  algunas iniciativas importantes del Gobierno de Mariano Rajoy y sus huestes afines. Por ejemplo, el intento de privatización parcial del sistema de salud madrileño fracasó gracias en gran medida a la llamada “marea blanca”, donde convergieron durante meses los intereses de los profesionales sanitarios y los del movimiento progresista, mientras que la reforma educativa de José Ignacio Wert o la nueva ley del aborto llevada a cabo por Alberto Ruiz-Gallardón fueron severamente cuestionadas a lomos de unas protestas multitudinarias que los han convertido en dos de los ministros más impopulares de una administración especialmente impopular.


 Merece la pena recordar que el Ejecutivo de la Comunidad de Madrid y el de Mariano Rajoy han reculado aunque disfrutaban de mayorías absolutas, algo que sugiere que, cuando sus apoyos sean más débiles, la influencia de colectivos como el que ahora representa Podemos debería fortalecerse.


Eso es lo que ha ocurrido mientras se hundía lentamente la extraordinaria popularidad inicial de Barack Obama al mismo tiempo que el tea party ejercía una espectacular minoría de bloqueo desde las Cámaras e intentaba sitiar o desplazar a líderes republicanos más pragmáticos como John Boehner o Mitch McConnell.


La ‘superioridad moral’ limita los compromisos. Los conservadores acumularon durante décadas la sospecha de que existía un consenso entre los medios de comunicación similar al bipartidista de republicanos y demócratas a la hora de marginar y ridiculizar cualquier alternativa tradicionalista antes de discutirla. En estas circunstancias, aprovecharon en décadas sucesivas las oportunidades que les brindaron desde la radio (con Russ Limbaugh ya al frente de su talk show en 1988) hasta la televisión por cable (Fox News abrió sus puertas en 1996) o Internet (The Drudge Report, el influyente agregador de informaciones conservadoras que destapó el escándalo Lewinsky, apareció en 1997) para crear una constelación de programas y medios de comunicación afines que tratasen con el mismo desprecio a sus oponentes. Estas plataformas, mucho más militantes que periodísticas, configuraron un circuito cerrado que multiplicó la sensación de superioridad moral frente a unos demócratas a los que se les presumía mala fe y a unos republicanos a los que se les veía más cobardes y timoratos cuanto más buscaban el compromiso con sus adversarios políticos.


En un contexto donde los bulos, la propaganda y la sátira se mezclaban sin fricciones con las noticias sobre lo que estaba ocurriendo realmente, la audiencia se reafirmaba una y otra vez en sus convicciones de que era sacrilegio buscar un espacio de entendimiento para que Washington no cayera en la parálisis. Era prácticamente inevitable que la disfuncionalidad de Washington, que parece incapaz de aprobar una  regulación de calado sobre cuestiones tan importantes como la inmigración ilegal, no confirmase los prejuicios sobre la maldad intrínseca del Estado que albergaban los integrantes del Tea Party desde el principio.



Aunque el movimiento que ha creado el contexto para la emergencia de Podemos no ha recorrido por el momento ese camino, lo cierto es que un discurso que identifica a casi todas las demás formaciones políticas como la casta sugiere una abierta superioridad moral que dificultará cualquier acuerdo o pacto si ocupan finalmente un buen número de escaños en el Congreso de los Diputados. Otro elemento que apunta en esa dirección es su convicción de que los colectivos indignados que acamparon en Sol o en Plaza Cataluña y todas las mutaciones que han sufrido desde 2011 (en mareas contra la privatización de servicios públicos, en plataformas antidesahucios, etcétera) representan mejor al pueblo soberano que los partidos más votados, que por definición serían corruptos y defenderían sus intereses particulares y no los de la mayoría de los españoles.


 Finalmente, parece claro que ha emergido una corriente enorme de influyentes medios de comunicación digitales próximos a las sensibilidades de Podemos que practican un tipo de periodismo militante y activista que rechazará probablemente que Pablo Iglesias o Ada Colau (Guanyem) pacten acuerdos de mínimos con el PSOE, el PP, el PNV o Convergència i Unió.


 http://www.esglobal.org/que-tienen-en-comun-el-movimiento-de-pablo-iglesias-y-el-tea-party/





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